SITUACIÓN MORAL DE LA SEXUALIDAD
Pbro. Jorge M. Blanco Calderón
Moralista
Introducción
Hombre y mujer, en su camino procesual de realización humana, reconocen en sí mismos su capacidad de decidirse libremente y reconocen, a la vez, que sus decisiones están ligadas a un deber de respeto y también realización a y de sí mismo, prójimo, comunidad, naturaleza.
Así mismo, hombres y mujeres de nuestro tiempo están cada vez más persuadidos de que la dignidad y la vocación humanas piden que, iluminados por la inteligencia, ellos descubran los valores ya existentes en sus propias personas, que los desarrollen constantemente y que los realicen en su vida para un progreso aún mayor
El ser humano, sin embargo, en sus juicios acerca de los valores morales, no puede proceder según su personal arbitrio. el descubre, en lo más profundo de su conciencia, la existencia de una ley, que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer...advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal... (y) en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por lo cual será juzgado personalmente, (GS 16).
Al mismo tiempo no debemos olvidar, que para un cristiano, Dios ha dado a conocer, por su Revelación, su designio de salvación, y por tanto de realización personal y comunitaria. El valor de la moralidad revelada emana del destino dispuesto por Dios, del fin inscrito por Dios en el ser humano. Ambos significan y reclaman al ser humano un proceso de adecuación a la imagen de Dios.
La auténtica moralidad lleva el sello del amor y por lo tanto, el de la libertad. Así pues, hombre y mujer están llamados a realizar el mandato divino del amor en toda su existencia y por ende, en todos los órdenes de sus vidas.
La teología moral entendida como aquella parte de la teología que iluminada por la Revelación y por la fe vivida en la comunidad eclesial, presta su aportación al cambio procesual de humanización plena de las personas y de la sociedad, bajo el seguimiento de Cristo Jesús y de su Reino trata de asistirles para ello exponiendo con claridad los órdenes y problemas principales, pero no puede quitarles los juicios y decisiones morales en su concreción postrera.
Amor a sí mismo y amor al prójimo piden al hombre y a la mujer que afirmen y acepten la comunidad, necesario respaldo para su existencia y posteridad, y en la que pueden y deben dar pruebas en las sociedades naturales menores, es decir, en el matrimonio privilegiado espacio donde se realiza el amor de hombre y mujer, y en la familia.
Planteamiento general de la moral sexual
Todo hombre y la mujer, creados por el Amor, en el Amor y para el Amor, han recibido un especial llamado: El seguimiento al Señor Jesús. Seguimiento tal que es común a todos los seres humanos, y que podemos concretizarlo en un estilo de vida específico en sus relaciones con Dios, consigo mismo, con su prójimo, con la sociedad y con el mundo. Este seguimiento, por tanto, tiene lugar en una perspectiva evangélica, es un seguimiento, real a Jesús que es el camino y la vida, para alcanzar a través de la comunión con el Padre en el Espíritu Santo, la realización plena del ser y de la dignidad de la persona humana.
Así mismo, el seguimiento real al Señor Jesús, exige en las circunstancias de la vida, el reconocimiento que no puede haber verdadera realización y vivencia del amor, verdadera promoción de la dignidad humana, sino en el respeto del ethos esencial de la persona humana. Ethos que se enriquece e ilumina por los principios inmutables fundados sobre los elementos constitutivos y sobre las relaciones esenciales de todo ser humano.
Ahora bien, tales fundamentales principios, comprensibles por la razón, están contenidos en "la ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace partícipe al hombre de esta su ley, de manera que el hombre, por su suave disposición de la divina providencia, puede conocer más y más la verdad inmutable" (DH 3).
Además, Cristo instituyendo su Iglesia como servidora de la verdad, asistida por el Espíritu Santo, la capacita para conservar y transmitir las verdades del orden moral, interpretando no sólo la ley positiva revelada, sino también "los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana". (DH 14; cfr. HV 14).
No es necesario hacer un gran esfuerzo para reconocer, que la comprensión y vivencia de todos estos fundamentales principios generales en el orden moral, y específicamente en el campo moral sexual atraviesan una fuerte crisis. Crisis en el ser humano mismo, en su situación y actuación personal, social, cultural, económica, política, religiosa; crisis en la credibilidad a la Iglesia como auténtica intérprete de las verdades del orden moral, crisis en la misma reflexión teológica.
Elementos generales de la crisis
Debemos recordar, ante todo, que las crisis no se manifiesta de improviso sino que son producto de una serie de conflictos de diversos órdenes.
Sin embargo, no deseamos detenernos en todos ellos, sino únicamente enumerarlos a fin de tener presentes para una mayor comprensión de las crisis mencionadas anteriormente.
- Toma de conciencia de que todo lo creado por Dios es bueno.
- Mayor conciencia del cuerpo como sacramento y como elemento de realización personal, comunitario, de satisfacción, de placer.
- No más "sexualidad" como algo penoso, sucio.
- Acentuación exagerada de ascética sexual.
- La sociedad secular abandona la iluminación cristiana de la sexualidad.
- Una fuerte preferencia del celibato sobre el matrimonio.
- Las tendencias de la cultura llamada moderna: la idolatría del poder, del dinero, de la técnica, de la superioridad, del placer.
- El consumismo, la aparición del hombre y mujer masa, deterioro de las relaciones humanas.
- Sociedad con mayor intercomunicación que ha originado negativamente, el nada me espanta, nada me conmueve; muchos datos sin tiempo, ni deseo, de reflexionar o criticar.
- Mayor tolerancia y permisividad tanto personal como social, acompañada de gran tolerancia jurídica; una sociedad más abierta y pluralista.
Este permisivismo que repercute mayormente entre los infantes, personas en etapa de formación e inmaduras, se presenta en el campo moral como realmente preocupante. Sin embargo, un tal permisivismo moral al que no podemos no reconocerle su inmoralidad, no es lo que realmente preocupa a la moral cristiana, sino la amoralidad en la sociedad y entre los fieles cristianos, es decir, la pérdida del sentido ético es la que realmente debe preocupar, ya que lo que está en causa es la desmoralización de los propios principios morales. Una cosa es vivir en desacuerdo con ellos manteniendo la conciencia de su validez y otra el contestarlos teórica y prácticamente.
Lo anterior, por otra parte, ha provocado:
- Una nueva lectura de la Escritura en lo referente al matrimonio, amor conyugal, celibato;
- Una mayor lectura crítica a la histórica tradición;
- Un mayor aprecio a la incidencia de los datos sicológicos y sociológicos;
- Un renovar con mayor énfasis el amor como el valor ético central en la vida cristiana.
Rupturas existente entre "sexualidad" y matrimonio-amor, entre "sexualidad" y procreación.
Mucho se habla en nuestros días de una ruptura entre la "sexualidad" y el matrimonio-amor, entre "sexualidad" y procreación, más sin embargo, una tal ruptura existe pero no entre sexualidad y lo mencionado, sino entre genitalidad y matrimonio, separación entre genitalidad y procreación, aislamiento entre genitalidad y amor.
Las idolatrías, la búsqueda desenfrenada de autoafirmación de identidad corporal, material, como única posibilidad de espacio para realizarse personalmente; el mayor reconocimiento del papel de la mujer en la sociedad, Iglesia, Estado, economía, familia; los factores de producción-consumo; el aislamiento del placer; la defensa de la individualidad para contrarrestar la masificación; el mismo permisivismo social y jurídico y sobre todo la pérdida de crítica, madurez afectiva, de asombro y de los valores éticos, han dado como resultado el aislamiento del sexo y todas sus relaciones, las que no son más relaciones interpersonales sino intergenitales.
El amor, que no deberá ser entendido en su sentido superficial o sentimental sino en un nivel más profundo, como la realidad originaria de todo lo real; es hoy ciertamente buscado, anhelado y deseado como lo que da plenitud humana a la persona. Sin embargo, los muy vanidosos y fuertes embates de lo individual, de lo material, han provocado en muchos seres humanos y por supuesto entre muchos cristianos, una marcada acentuación de lo sexual (entendido como genitalidad) que provoca ruptura entre amor y la sexualidad.
Este amor, y en nuestro caso, amor conyugal, no es sólo el simple medio para culminar la complementación entre varón y mujer tendiente a lograr la comunión humana, gozosa y fecunda, capaz de perpetuar la especie; sino que es también algo indispensable para poder realmente vivir tal comunión, ya que sin el amor, hombre y mujer, se verían privados del sentimiento de sí mismos y de su existir.
Como ejemplos de ruptura entre genitalidad y matrimonio-amor podemos mencionar: masturbación, incremento homosexualismo, onanismo, anticoncepción, demorar matrimonio o libre unión pasajera, aborto, etc. Así como para la ruptura ente genitalidad y procreación. Sin embargo, la moral sexual no puede ser reducida a simples cálculos entre placer y no placer, como si este fuera en sí algo pecaminoso, al contrario, o como algo gobernable por la nueva "norma" social de moda en donde nada es aceptable, ni es una "doctrina" en donde se exponga y confirme la lista de los que se puede o no se puede hacer.
Es consenso popular hoy que la significación primaria de la sexualidad es el amor interpersonal. El mandamiento fundamental para los cristianos es que ellos se deben amar uno al otro como a sí mismo. Todas sus conductas deben tener este fundamental significado como expresión de amor. Todas sus relaciones interpersonales deben ser relaciones de amor y esto no sólo para las relaciones sexuales. Las diferentes relaciones deben tener diferentes y específicos criterios para orientarlas.
No debemos olvidar que en muchas culturas populares latinoamericanas la noción de amor que prevalece es la de un amor con fuerte carga sexual y con ardientes sentimientos emocionales. En este contexto, la conducta sexual será un camino de la expresión de tales sentimientos. Así, sexo con conducta sexual se hace aceptable y el amor viene a significar la manipulación de los sentimientos, sean de uno mismo, sean del otro.
Que la sexualidad tiene un significado social no es algo nuevo. La manifiesta importancia de la procreación para la sobrevivencia de la especie humana es tan obvia que no se necesita hacer una específica mención. Pero, muchas características del mundo de hoy, tienden abiertamente a plantear y vivir la sexualidad y la expresión sexual en el ámbito exclusivo de lo privado, con el resultado que cultural y legalmente lo que dos o más adultos hacen en lo privado del hogar no concierne a la sociedad. Esto se manifiesta por el desentendimiento hasta de la ley en lo concerniente al adulterio, promoción, actos homosexuales y anticoncepción.
La sociedad misma aparece cada vez más, menos interesada en la estabilidad matrimonial y cada vez más tolerante con cualquier forma de expresión sexual, interesándose únicamente cuando se afectan o deben proteger los derechos individuales. La humana expresión sexual, para ser auténticamente humana, debe ser socialmente responsables. Los dos asuntos de mayor incidencia social son el divorcio y vuelta a casa r y el control natal. Los derechos civiles son asunto de justicia y no de moralidad sexual. El aborto, otro asunto importante para la sociedad, no es propiamente de moral sexual sino de ética de la muerte.
Así pues, de nuestra definición sobre la sexualidad humana, dependerá la orientación y recta comprensión de la misma. Sin embargo, el sexo que es como la fuerza que baña, influye y afecta cada acto de la persona en cada momento de su existencia, no es una acentuación en una estrecha área de la vida, sino el corazón y centro de toda nuestra vida. La sexualidad necesita ser atendida no como una acción sino como un camino de realización del mundo personal como varón y hembra. Sexualidad no es algo que debemos mostrar a otros en acción, sino lo que somos y la expresión sexual es siempre e inevitablemente nuestra propia y real expresión.
Criterios morales generales
Recordemos que hombre y mujer han sido creados para constituirse en un don recíproco del uno al otro. Dios no sólo dio al ser humano la capacidad de amar, sino que grabó en lo hondo de su ser la tendencia a la búsqueda y reciprocidad con otro "yo" personal: los creó varón y mujer. Ellos, con igual dignidad, reflejan la semejanza divina bajo distinta modalidad. Dicha modalidad no se reduce a diferencias de tipo externo o genital. el sexo no es algo que se "tiene", sino que sella al ser humano desde lo más profundo: se es varón o mujer en todas dimensiones de la propia existencia biológica, sicológica, moral, cultural. El hombre y la mujer maduran y llegan a ser personalidades equilibradas, sólo si se abren el uno al otro con un amor dispuestos a entregar y recibir la riqueza de cada cual, respetando la diferencia y originalidad del otro. Así, pues, hombre y mujer son llamados a vivir en plenitud y en fidelidad el amor conyugal querido por Dios como vocación a una experiencia fecunda, única e irrepetible.
Este amor conyugal, aún siendo plenamente humano, total fiel, exclusivo y fecundo, no puede ser individualista y cerrado. Por su misma fuerza y dinamismo, es un amor que tiende a comunicarse y a abrirse, a universalizarse en su referencia a la comunidad y sobre todo en referencia a la familia que se forma. Por tanto, el amor humano y en nuestro caso amor conyugal, une a los esposos y es procreador de vida nueva tanto para los esposos mismos en su dimensión personal, como para los hijos en sus dimensiones integrales de seres humanos.
Ahora bien, amor-fecundiad-procreatividad son realidades inseparables. Por ellos, hombre y mujer a través del amor fecundo vivido y actuado en íntima unión en los diversos niveles de expresión conyugal, encontrarán un medio afectivo para desarrollarse y crecer integralmente. En mi opinión, son pues, dos formas en que puede manifestarse la fecundidad del amor humano. fecundidad interpersonal - procreativa; fecundidad social y eclesial.
Fecundidad interpersonal - procreativa
La alianza matrimonial cristiana incluye la promesa mutua de los cónyuges de regalarse este tipo de amor fecundo interiormente y que, al mismo tiempo, les debe hacer conscientes de que sus valores masculinos y femeninos, por el hecho de ser integrales de la persona humana, les comporta la connatural ordenación de convertirse, no sólo en esposos, sino también en padres, puesto que "corresponde a la naturaleza del amor el tender al don recíproco de sí mismo y a la transmisión de una nueva".
Es pues, a través de la paternidad y maternidad, como los esposos cristianos podrán expresar, también, la riqueza de una real y verdadera fecundidad interpersonal-procreativa; porque, así como por explícita voluntad del Creador "no es bueno que el hombre esté sólo" (Gn 2, 18), creando por ello al hombre desde los inicios, varón y mujer, así también desde los orígenes, les hizo participar en su obra creadora al bendecirlos y llamarlos a "creced y multiplicaos" (Gn 1, 28).
Así constituyendo el amor matrimonial una comunión a la vez espiritual-corpórea entre esposos, este no se agota dentro de la pareja ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este modo lo cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y la madre. (FC 14).
Al expresarse así la fecundidad del amor matrimonial, alcanza también su cumbre la dimensión interpersonal; pues esposo y esposa no pueden regalarse recíprocamente nada más enriquecedor, para sus respectivas vidas, que el convertirse recíprocamente en padre y madre por medio del don mutuo del hijo, el cual es, sin duda, el don más excelente del matrimonio, que contribuye de gran manera en el bien de los propios padres (Cfr. HV9) y a su madurez humana y cristiana.
Desgraciadamente, el poder de fractura del pecado se manifiesta de modo especial hoy, en esta esfera de la vida matrimonial, llevando a separar a menudo el amor y la fecundidad, considerando al hijo como el obstáculo para el "amor", y una molestia para la realización personal de los esposos.
La pareja cristiana, sin embargo, debe buscar hacer de su amor un signo sacramental del amor de Cristo y del Dios Trino. Por eso, la Iglesia siempre les recuerda, además, que el amor conyugal implica, por su naturaleza misma, un doble significado el cual, a su vez, encuentra en el acto conyugal su signo más apropiado. El acto conyugal representa por tanto, la expresión del todo especial, tanto del significado unitivo como del significado procreativo Manifestando así la clara voluntad de Dios al haber dado a la sexualidad humana tal estructura, tendiente a unir profundamente el amor y la procreatividad, el bien de los esposos y el de los hijos.
Sin embargo, la fecundidad del amor conyugal no se reduce a la sola procreación de los hijos, aunque, sea entendida en su dimensión específicamente humana: se amplía y se enriquece con todos los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos, y por medio de ellos, a la iglesia y al mundo (FC 28)
Como Cristo, después de vivificar a su iglesia y hacerla verdadera familia de Dios, irradia a través de Ella la fecundidad liberadora y resucitadora de su Pascua hacia todos los hombres del mismo modo los esposos cristianos, tienen el deber de proyectar la fecundidad de su amor más allá de su círculo estrecho de su vida hogareña, para dirigirla hacia la porción de la sociedad humana y de la Iglesia en que su familia se encuentra inserta. De otra manera estarían mutilando una dimensión importante de la sacramentalidad de su amor y reflejando pobremente la vigorosa y universal fecundidad del Señor; puesto que no debemos olvidar que el matrimonio y la familia cristiana, deben ser una comunidad de fe, de amor, de vida, destinada no sólo a encarnar los rasgos nupciales del Amor de Cristo, sino a reflejar, de algún modo, la totalidad del misterio del amor y de comunión del que la Iglesia es portadora.
Principios morales para la educación del amor y la sexualidad en la familia.
El amor interpersonal, constituyendo el núcleo del matrimonio, es la más alta posibilidad de ser y la más profunda necesidad de realizarse. La misma sexualidad, no es la que hace descubrir el amor, sino que es el amor el que revela la naturaleza de la sexualidad. Por ello, el matrimonio no sólo supone el amor, sino que es al mismo tiempo expresión y lugar de la realización de la más profunda unidad personal de dos seres.
El matrimonio, pues, abarca al ser humano en su totalidad, incluyendo todos los aspectos de su realidad criatural: sentimientos, y voluntad, cuerpo y espíritu, sexo, eros y ágape. Si limitásemos el amor, sólo a uno de estos aspectos, le haríamos un gran daño destructivo. Pero, como decíamos anteriormente, este amor matrimonial aún siendo plenamente humano, total, fiel, exclusivo y fecundo, no puede ser individualista y cerrado. Por su misma fuerza y dinamismo, tiende a comunicarse y abrirse, universalmente en su referencia a la comunidad y sobre todo en referencia a la familia que se forma.
Así, a fin de fundamentar la función educativa de la familia sobre todo en el campo de la moral sexual, creo conveniente tener presente los elementos antropológicos constitutivos del matrimonio, y los elementos de este en su especificidad de matrimonio cristiano. Ello en razón de que cada hombre y mujer, quienes realizan el matrimonio y el matrimonio sacramento, deberán tomar conciencia de sus propios elementos constitutivos, a fin de situar los principios morales sexuales en la totalidad de la antropológica realidad del matrimonio y de sus elementos específicos como matrimonio cristiano.
Comprensión antropológica del matrimonio.
Ahora bien, el amor conyugal se expresa en el matrimonio y es su fundamento. El matrimonio que, en cuanto sacramento, es el único cuyo simbolismo central está constituido por una realidad radical y plenamente humana: La unión de dos personas en el amor, el cual es, ante todo, un amor plenamente humano, es decir sensible y espiritual al mismo tiempo. No es, por tanto, una simple efusión del instinto y del sentimiento, sino que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantener y a crecer... (para alcanzar) juntos su perfección humana. (HU 19)
Pero el sacramento no es, pues, una sobreestructura al margen o alejada de la realidad humana existencial a que se refiere; por el contrario, el sacramento hunde sus raíces en la realidad antropológica, de la cual parte y hacia la cual se orienta, asumiéndola en toda su integridad y riqueza. Valorizar la realidad antropológica del matrimonio es dar también su profundo valor y significado al mismo sacramento.
En efecto, el sacramento podrá ser comprendido en la medida en que se comprenda el matrimonio según "el diseño de Dios", por cuanto este, más que una institución o fenómeno social, es una realidad antropológica, querida a instituida por Dios.
Ahora bien, si reconocemos que el amor conyugal une a los esposos y es procreador de vida nueva, es reflejo del amor de Dios y el amor comunicado entre sí y, según las palabras de la Gaudium et Spes, es participación actual en la alianza entre Cristo y la Iglesia, y que este es el centro del mismo sacramento; creemos que se nos impone referir los elementos antropológicos constitutivos del matrimonio, elementos tales que no dependen de la creatividad de una cultura humana y que se encuentra en todos y cada uno de los matrimonios humanos:
La mutua e incondicional aceptación.
Esta es la explicitación del amor, en lo que tiene de aceptación mutua e incondicional. Es la radicalización del amor, en lo que supone de conocimientos y aceptación total del otro. Un reconocimiento que no se limita y ni se detiene en las cualidades positivas, sino que integra también las limitaciones y defectos y manifestaciones a lo largo de la existencia. Una aceptación que no se pospone a la comprobación de la evolución del amor, sino que se compromete desde hoy y para siempre la fidelidad - en la esperanza.
Esta, a su vez, es la forma en que se concretiza la incondicional aceptación del otro. Es la presencia perenne de la aceptación. A través de la fidelidad el amor es capaz de superar las velocidades del sentimiento. En ella, el amor se hace duradero. Por tanto, la fidelidad implica, fundamentalmente la radicalización existencial del amor; porque el amor se especifica y concretiza en una decisión fundamental de los esposos, quienes, por encima de las situaciones conflictivas y de los cambios que pueden sobrevenir, se comprometen a mantenerse unidos en el amor.
Pero la fidelidad, además, supone la promesa y esta no es sino un acto de libertad suprema que al mismo tiempo compromete. Quien no se compromete, no es libre. Por ello, el hombre que se decide y esfuerza a ser fiel, aparece como el ser libre que supera el momento exterior y que supera a sí mismo
Es la promesa donde el hombre trasciende su momento presente, y acepta el riesgo de comprometerse con un futuro, al que quiere fecundar en la fidelidad del presente, pero al que no puede arrancar su imprevisibilidad.
La fidelidad supone también la esperanza y la confianza en que el otro responderá, a la propia fidelidad con su fidelidad. Esta esperanza hace que la promesa de fidelidad, lejos de convertir el amor estático, lo vivifique, lo llene de dinamismo y apertura. Así, el amor matrimonial será cada día una aventura y una tarea desde la que se llama al hombre y a la mujer a descubrir su propio misterio y a hacer experiencia su propia trascendencia.
La indisolubilidad.
Desde la perspectiva antropológica del matrimonio, la indisolubilidad se mantiene como enraizada en la naturaleza misma del amor, en cuanto el amor se hace depender de sí mismo. La convicción y decisión de la pareja de edificar su matrimonio en una alianza indestructible, excluyendo, por ello mismo, cualquier posibilidad de separación durante su existencia.
La indisolubilidad, como proceso dinámico dependiente de la persona, es una tarea a realizar con el esfuerzo y voluntad interna de los cónyuges. No se trata tanto de un precepto exterior al que hay que dar el consentimiento y aceptación, sino de una exigencia interior, exigencia del amor que tiene la necesidad de la convicción de la no separación, porque es de por sí, unitivo.
La publicidad e institucionalización.
Ambos son también elementos fundamentales a destacar, pues en efecto, desde el punto de vista antropológico, puede afirmarse que el amor matrimonial, al implicar una dimensión social que afecta y compromete a la misma sociedad, reclama una publicidad y exige una institución.
La publicidad se muestra necesaria para que el amor sea reconocido y valorado como un amor existencial. Porque tal reconocimiento público da consistencia y permite la realización plena del amor matrimonial, convirtiéndose, al mismo tiempo, en salvaguardia de la situación nueva de las personas unidas en matrimonio.
Por ello mismo el matrimonio cae dentro del campo del derecho, y consiguientemente reclama una institución jurídica, por la que sea visibilizado socialmente, o mejor, por la que el amor matrimonial es socialmente manifestado y proclamado en y ante la sociedad. La institución busca desprivatizar la decisión personal, no para someterla de modo indefenso al arbitro de las competencias públicas, sino para defenderla en lo que tiene de acto más precisamente libre y personal, que busca realizarse en el "nosotros" social. De esta manera, el amor conyugal solamente contribuye en favor de la sociedad, sino que, al mismo tiempo , la sociedad puede y ofrece su colaboración, para salvaguardarlo y favorecer su desarrollo.
Elementos cristianos específicos del matrimonio.
El sacramento del matrimonio no se distingue del matrimonio mismo por sus elementos antropológicos constitutivos; ni por la mayor gracia que puedan recibir los cónyuges para la realización de su misión; ni por la especial significación que se pueda derivar de una concreta forma externa de celebración.
Todos estos elementos le pertenecen, pero los centros de diferenciación o especificidad, a nuestro juicio, los debemos buscar en su especial cualificación ontológica que le es configurada por el bautismo; su cualificación personal proporcionada por la fe y su cualificación eclesial como sacramento de la Iglesia.
Bautismo: Cualificación ontológica.
Por el bautismo el hombre participa de una manera explícita del misterio de Cristo, puesto que por el, pasa a ser miembro de la Iglesia, manifestando públicamente su pertenencia a la misma y comienza, así, a vivir de un modo progresivamente consciente, su vida nueva en el Espíritu. (Cfr. LG 11). El bautismo no aniquila ni sustituye el ser del hombre, pero si lo transforma, cualificándolo ontológicamente de forma nueva, dándole un nuevo sentido a su configuración existencial, insertándolo en el mismo Cuerpo Místico de Cristo. Ser bautizados, pues, no significa sólo aceptar un compromiso de vida con Cristo y con su iglesia, sino también participar en su mismo ser del Cuerpo de Cristo en la Iglesia. Significa asumir la propia existencia en Cristo y desde la pertenencia a la Iglesia. Por eso, cuando dos bautizados se casan no pueden ellos determinar por sí mismos, e independientemente de su ser y existir como cristianos, el sentido y la verdad de su matrimonio, sino que deben ser determinados a partir de su ser determinados a partir de sus ser en Cristo y de su vida en la Iglesia. (Cfr, FC 13)
El sacramento del bautismo es pues, el fundamento "ontológico" de toda sacramentalidad plenamente cristiana, sin que ello signifique, sin embargo, ni que Dios obra automáticamente en los sacramentos que celebran los bautizados, ni que cualquier sacramento pueda considerarse como plenamente realizado sólo porque los sujetos han recibido el bautismo. Esposándose, el cristiano se compromete formalmente como cristiano a realizar la potencialidad de su bautismo. Si el bautismo es un compromiso a seguir a Cristo, a ser El y por El, el matrimonio es la renovación de tal compromiso para vivirse en un estado de vida concreto y específico - como es el matrimonio-,y como "vocación" particular a vivir en el cristianismo.
Esta cualificación ontológica bautismal podrá más cabalmente ser entendida uniéndola a las otras "cualificaciones" que comporta y que de alguna manera también la condicionan.
Fe: cualificación personal.
Los sacramentos cristianos encuentran su realización a partir de la vida misma. En la medida en que vivimos nuestra vida en unión con Cristo, ella nos prepara a la celebración de los sacramentos, celebración que nos capacita a descubrir, aceptar y realizar más explícita y profundamente, el verdadero sentido de nuestra vida.
Sin embargo, este sacramento sólo pueden vivirlo en sentido pleno, aquellos que por el bautismo y la fe se han introducido en el misterio de Cristo y se han dejado transformar por el acontecimiento de salvación pero, además, para que la sacramentalidad del matrimonio pueda ser vivida y expresada en su grado máximo no basta el simple hecho de haber sido bautizado, pues es preciso la fe viva y verdadera.
Por la fe en la gracia misericordiosa de Dios en Cristo, el cristiano vive desde una libertad nueva, la riqueza humana de amor matrimonial, su dimensión trascendente, su inmanente carácter religioso. Por la fe, el cristiano desvela lo que está oculto, le da sentido a lo misterioso y el "otro" por lo cual se suspira, manifiesta su rostro y su nombre en el Dios de Jesucristo.
Iglesia: cualificación eclesial.
Por el bautismo el hombre entra a formar parte, de una manera expresa y significativa, de la comunidad de la Iglesia. Por la fe, el bautizado ha aceptado libre y conscientemente esta pertenencia a la Iglesia, de manera que lo que aconteció ontológicamente en el bautismo, ha alcanzado su plena correspondencia en una acogida personal, afectiva y efectiva, por parte del sujeto bautizado.
Es por eso que en este caso, la cualificación eclesial del matrimonio, como la de todo sacramento, resulta algo perfectamente normal y consecuente. El bautizado creyente tiene conciencia de que ser cristiano es vivir en cristianismo con los demás. Es pertenecer a una comunidad, es compartir y sentir que nada de lo que a los otros les sucede, pueden dejarlo indiferente e impasible. En la vida de uno está comprometida e implicada la vida de los demás y viceversa, y no celebra su vida en solitario, sino con los demás en comunidad y en comunión.
Ahora bien, si creer no es un asunto "privado", sino una realidad ontológica y cristiana, comporta una dimensión social, tampoco pueden ser asunto "privado" los acontecimientos cumbres de la vida cristiana, sino más bien acontecimientos eclesiales. La eclesialidad de los sacramentos se funda en la sacramentalidad de la iglesia - sacramento universal de salvación -, pero también en la comunitariedad de la fe, sin la cual difícilmente puede explicitarse la necesidad de una celebración sacramental.
Por consiguiente, nos parece poder afirmar que la cualificación eclesial, más que añadir algo al matrimonio, lo especifica. El bautizado que se casa en la fe, no puede menos que casarse en la Iglesia, porque supone que quiere afirmar - confirmar - ante los demás, de una manera explícita y solemne el verdadero sentido de su existencia, concentrado en esos momentos en el matrimonio.
Por eso pensamos que lo esencial de la eclesialidad del matrimonio no son tanto las normas canónicas, ni las formas litúrgicas, sino su sacramentalidad eclesial; teniendo a la base la conciencia de pertenencia a la Iglesia.
Función educativa de la familia.
Sabemos que toda educación tiene su base en aquella que es dada a la persona por la familia - natural o adquirida -. Entendiendo aquí por "adquirida", no sólo el caso de los hijos adoptivos sino además, el caso de tanto niño y joven hoy, que encuentra su familia en la guardería, en la escuela o en cualquier otra situación semejante.
La familia no es solamente como nos lo ha expresado el Magisterio, la célula fundamental de la sociedad, sino también la primera escuela, lugar privilegiado, el centro donde se puede fundamentar la educación y formación del miembro vivo de la sociedad y de la Iglesia.
Por ello, la plena realización de la vida conyugal por parte de los esposos, depende en gran parte de la formación de la conciencia y de los valores asimilados durante todo el proceso formativo de los mismos esposos y padres . Los valores vividos en familia se transmiten más fácilmente a los hijos. Entre estos valores hay que recalcar el respeto a la vida desde el seno materno y, en general, el respeto a sí mismo y a la persona de cualquier edad o condición
Por ello, en cumplimiento de su misión, los padres de familia tienen el deber y el derecho de tomar conciencia de atender también la educación moral de los hijos. Esto supone un recto criterio acerca de la finalidad de su intervención y la vivencia y preparación adecuada para poder educar y expresar tal educación con el testimonio, la delicadeza y la serena confianza necesarias. Así pues, el éxito de esta educación dependerá, en su mayor parte, de la visión humana y cristiana con que los padres de familia testimonien e inculquen los valores de la vida y el amor.
Moralidad y reduccionismos en la educación de la familia.
Una actual y preocupante problemática de carácter altamente antropológico-ético, es la de la posición revolucionista en que algunos sexólogos médicos colocan la sexualidad considerándola sólo en cuanto a síntomas orgánicos, poniendo por separado la persona humana, integral en sí misma. La genitalidad viene desconectada de la integral vida personal. No olvidar que el ser humano, hombre y mujer, es una unidad bio-sico-espiritual. Ahora bien, la adquisición de un mayor conocimiento científico sobre la vida sexual fue dirigido, desde sus principios, para obtener un mayor control de ella. No sólo se quería explicarla. Esto supone que quien en su comportamiento sexual se disocia del "standar" propuesto por la moral y sancionado por la ley, debe ser reconocido a la norma por vía de la sexología médica. La persona en especial situación no viene ya considerada como un "pecador" que debe ser salvado, ni como un "criminal" que debe ser castigado, sino como un enfermo por curar. Virtud y vicio no son conceptos equivalentes a salud y enfermedad. No se habla ya en términos morales: es malo, sino como apartado de una norma que implica un grado de imperfección: es desviado,- término este, completamente errado. Sin embargo, la referencia a una norma ideal continúa siendo explícita en el desarrollo reciente de las terapias sexuales.
El poder establecer normas ha pasado de los moralistas a los médicos y muchas normas se han "superado", aunque la petición dirigida al individuo de conformarse a un "standar" continúa siendo la misma. Por ejemplo la masturbación (equivocado quien lo practica, según la sexología de mercado actual). No es, por otro lado, el individuo quien juzga si su deseo es adecuado o no, sino la norma médica.
A este propósito, debemos declarar que la bondad moral de los actos propios de la vida conyugal y por lo tanto de la acción genital del hombre y de la mujer, ordenados según la verdadera dignidad humana, no dependen solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, que guardan íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero. (GS 51; Cfr, GS 49)
Este mismo principio, deducido de la Revelación y de la auténtica interpretación de la ley natural, funda también aquella doctrina tradicional de la Iglesia según la cual la realización del acto genital logra su verdadero sentido y rectitud moral tan sólo en el matrimonio sacramento.
Por tanto, todo hombre y mujer, en el proceso de realización de su propia sexualidad deberán ir conformando constantemente su caminar procesual en vías de una plena realización y dignificación humana, con lo ya inscrito en su, propio ser con los dictados de su conciencia, la que es menester cultivar y esclarecer a menudo, a fin de vivir el pleno sentido de su ser humano.
La Iglesia, a la vez, a sus miembros, además de exhortarlos a lo interior, presta especial servicio esclareciéndolos y enriqueciéndoles el camino procesual de sus vidas con la Buena Noticia de Jesús, quien quiere y propicia la verdadera realización y vivencia de la dignidad humana.
De aquí, pues, que todo acto genital y su inherente placer, que se alejen del matrimonio, y en el caso de los miembros de la Iglesia, matrimonio sacramento, son contrarios a la dignidad y realización del ser humano y al amoroso designio de Dios, porque constituye en sí mismos una vejación y un ultraje a la propia persona humana en su dignidad y al auténtico amor que Dios ha compartido con el hombre y la mujer.
CONCLUSION
El reconocimiento y respeto del valor de la moral en el campo de la sexualidad se ve hoy amenazado y hasta ignorado no sólo por la sociedad, sino aún también por muchos de los cristianos. Ello está exigiendo una diligente reflexión y educación de la enseñanza moral cristiana, cualesquiera que sean las dificultades que el cumplimiento de esta tarea encuentren en las ideas y en las costumbres de hoy.
Esta enseñanza, continuamente sostenida y profundizada por la Iglesia, deberá ser estudiada mayormente, expresada de manera apta para iluminar las conciencias de cara a las nuevas situaciones creadas, enriquecida en el discernimiento de lo que de verdadero y útil, se debe decir sobre el sentido y el valor de la sexualidad humana.
Es, pues, menester presentar los principios morales cristianos sobre la sexualidad no como inveteradas tradiciones, ni como tabús, ni como leyes externas al ser humano que se le imponen, sino como leyes de amor que corresponden al designio divino de la creación, al espíritu de Cristo y por ende, a la dignidad humana e integral llamada a la realización humana de cada hombre y mujer.
La dignidad del la persona humana viene dada por el hecho de ser persona. Por eso, el ser humano sólo alcanza su plenitud cuando es aceptado y afirmado en cuanto ser humano. Consiguientemente, sólo se da la plenitud humana en un amor personal que afirma: "quiero que tú existas". "Es bueno que existas".
El amor acepta al otro en cuanto a otro; por eso forma parte de la dialéctica del amor que, por el mismo acto por el que se unen entre sí de la forma más íntima a dos personas, simultáneamente las deja libres en su personal peculiaridad.
En efecto, todos los seres humanos y en nuestro caso los esposos, pueden y deben llegar a descubrir y hacer consciente en sí mismos y en su fuente primera, la razón fundamental de su capacidad de donación y recepción mutua conyugal: el amor; el amor de Dios; Dios mismo que, en lo concreto del amor humano viene a ser la meta última - al mismo tiempo -, del hombre y de la mujer y de su amor transformado y elevado al amor conyugal, puesto que "Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano" (FC 11). Es pues, este llamado a ser reflejo cada vez más consciente y creciente del amor divino, lo que en su designio creador, Dios concibiera al hacer al hombre a "su imagen y semejanza"; de manera que la experiencia de amor del mismo ser humano, se dilatara infinitamente y llegara a ser plenitud de vida en el amor de Dios.
El matrimonio cristiano con todo lo que ello implica deberá por tanto aparecer ante los hombres como signo y presencia del amor del Padre, deseando desde su origen y revelado en Jesús. Signo de fuerza liberadora del amor, de la apertura universal de un amor que empuja a la construcción de un mundo nuevo.
Signo de fidelidad, vivida también como perdón y comienzo nuevo, de donación total, en la que la entrega mutua expresa en profundidad y autenticidad la realidad nueva de los que han hecho una sola carne. Signo de fuerza creadora de Dios, manifestada en la procreación de los hijos. Signo sacramental que confiere al hombre que desea corresponder con fidelidad a su específica vocación, la fuerza, luz y razón de ser de una existencia temporal, llamada a ser eterna.
J. M. Blanco-Calderón
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